Mi falta de humedad
Hace un tiempo aprendí que existen ciertas reglas que uno tiene que seguir a la hora de tomar un avión. Se trata de un método que no puede ser modificado bajo ningún concepto. La primera regla es tener siempre todo en un folio: pasaporte, documento, seguro y tarjeta de embarque. Es necesario chequear que nada falte reiteradas veces; contar un, dos, tres, cuatro, esperar unos minutos y repetir el conteo. Luego, quince minutos antes de embarcar, ni antes ni después, es requisito pasar por el baño. Entonces dejo el carry on a un lado y me concentro en mi reflejo por unos segundos; me acomodo la ropa arrugada; saco de mi mochila un perfume y espero que refresque mi cuello transpirado; toco mis párpados cansados con las manos mojadas. El ritual se termina cuando me acaricio el pelo; siento en mis dedos los rulos que se me hacen en las puntas; arrastro mi mano con delicadeza hasta mi cuero cabelludo que comienza a verse grasoso. Pienso en esas revistas del corazón, como les dice mi abuela, en las que se proclama que la relación que una mujer tiene con su pelo es la más compleja de todas. Lejos de rechazar este precepto, cierro los ojos y me hago cargo de esta cuestión con la que he tenido que lidiar desde chica y es el hecho de no tener el pelo lacio.
Agarro el carry on, me pongo la mochila en la espalda y me dirigo a la puerta de embarque. Algunos pasajeros ya están haciendo la fila para subir, pero yo siempre espero hasta último momento. Esta, a diferencia de las otras, es una regla que escribí yo. Cuando quedan unas diez personas adelante mío, saco del folio el pasaporte y la tarjeta de embarque. Por unos segundos me quedo hipnotizada por el pasado; veo en la foto carnet tan lejana una parte de mí que ya no existe. Pienso en mis diez años, más o menos la edad que tenía cuando me sacaron esa foto, y recuerdo la época cuando el cepillo de pelo era una extensión de mi cabeza. Era el nesquik de mi leche, los crayones de mi cartuchera. El cepillo creaba en mí un aura que me hacía parecer una santa; una santa del frizz. En cada casa tuve mis propios cepillos, en la de mamá era el gris perla y en la de papá era el violeta con franjas rosas. Era ese momento de mi vida en el que yo sabía que era una nena no nena. Mis tan preciados doce que harían de mí una Mujer no habían llegado todavía, pero mi pequeño cuerpo me decía que no faltaba tanto para la esperada transformación. Sin embargo, a los ojos ajenos yo todavía era una nena, y como tal, tenía un pelo del cual mis papás se agarraban cada mañana antes de ir al colegio. Cada uno a su manera, se negaban a soltarlo.
A ambos les gustaban las trenzas, pero papá nunca se animaba a tirarme demasiado del pelo. No quería lastimarme. Entonces hacía unas que no llegaban ni al primer recreo; las empezaba a la altura de mis orejas; metía sus dedos gruesos en mi aura de frizz; entrelazaba mechones, algunos más gruesos, otros más finitos, y los mojaba un poco para que dieran la impresión de estar prolijos. Sus trenzas eran la prueba de que la belleza es pasajera.
Papá nunca me dejaba ir al colegio despeinada, si no me hacía un peinado por lo menos me cepillaba el pelo, pero jamás desde la raíz. Primero empezaba por la parte desenredada en las puntas y de a poco subía el cepillo hasta que este tocaba mi frente. Si había una regla que había aprendido en su fase paternal era que el dolor no me lo podía dar él, que eso me lo iba a dar la vida, pero ese no era su rol.
Camino por la manga y la azafata me da la bienvenida. Le muestro una sonrisa mecánica. Me traslado sin empujar a nadie hasta mi asiento que siempre está junto a la ventana. Le pido permiso al señor de anteojos de la butaca que da al pasillo. Con un suspiro, acomodo mi cuerpo al asiento. Me pongo los auriculares y juego a adivinar lo que está diciendo la azafata. Siempre acierto, siempre es lo mismo. Apoyo mi codo en el apoyabrazos y acaricio mis rulos. Me despido de esta parte de mí que vive de la humedad del Río de la Plata. Sí, estos rulos que recién a mis doce años reconocí como tales cuando cambié un cepillo por un peine y eso me cambió a mí. Primero pensé que era lógico no tener el pelo lacio porque mamá tiene el pelo ondulado. Pero después de un tiempo entendí que no era así, que nunca fueron rulos de mamá. Tampoco eran míos. Eran los que papá se había negado a tener. Al igual que los míos, los de él no se veían, en su caso por su pelada, en mi caso por culpa del cepillo, pero ahí estaban en nuestras cabezas, listos para asomar si así se los dejaba.
Pero reconocer esta cualidad no me proporcionó ninguna alegría en el corto plazo. Existen regalos que nunca queremos abrir y que, cuando lo hacemos, preguntamos si está el ticket de cambio. Mi pelo era uno de esos regalos. En esos días de rulos y toallitas always papá dejó de peinarme. Ahora lo hacía yo sola. Entonces pasé de ser una nena a la que peinar, a una adolescente con quien charlar. Y ese cambio me gustó porque nos permitió hacer otras cosas por la mañana. Incluso nos dio tiempo para juntarnos a comer sin tener que hablar de princesas.
El avión aterriza y parece que sus alas se extienden tanto como mis brazos esa noche en la que papá me invitó a comer pizza a El Cuartito. La invitación había sido una sorpresa de entre semana en una noche tan fría como la nieve que ahora veo en la cordillera. No solíamos hacer ese tipo de salidas, no desde que se había mudado con Vanina. Pero esa noche papá me había invitado a cenar como cuando era chica, aunque esta vez el menú no era ñoquis de verdura ni tampoco el lugar era el patio de comidas del Abasto. Era un lugar que yo nunca había visitado, papá me había dicho que era una de las mejores pizzerías de todo Buenos Aires. Pienso en esa pizza de muzzarella y mi cara se pone tan pálida que el chico de migraciones se me queda mirando por unos segundos. Luego, paso por el freeshop y por un momento siento frío en la piel. Digo sí es ese, es el mismo perfume que usó papá cuando rompió la regla del dolor; esa noche en que sus palabras hicieron que el sabor a queso en mi boca me diera ganas de vomitar y que nunca más pudiera volver a ese ícono porteño. Sí, era ese mismo perfume. Salgo del free shop lo más rápido que puedo. Retiro mis valijas y paso por aduana. El hombre se queda mirando mi declaración jurada, y sin darle lugar a que me lo pregunte, le digo que traigo dulce de leche y yerba mate. Sonríe y me deja pasar. Antes de salir, entro al baño más cercano. Entonces me encuentro con un reflejo anunciado; el aire seco de Santiago ya aplano mi pelo, lo puso triste y lacio como durante mucho tiempo quise tenerlo. Solo que hoy no. No ahora. Salgo del baño y con la valija en una mano, cruzo este umbral que me protege. Y él está ahí junto a todos esos taxistas que quieren llevarme a mi dirección. Papá levanta la mano para que lo encuentre vestido con la misma sonrisa de siempre, y yo triste me doy cuenta de que nunca va a ver mis rulos, nunca acá. Porque hay una parte de mí de la que él se alejó y ahora lo único que puede ver es mi falta de humedad.
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